lunes, 28 de febrero de 2011

(Apuntes de los años 06/07, en pleno corazón de las tinieblas)
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Las mañanas frías y claras de diciembre, dónde parece que se estrena algo y que todo es posible aunque nada lo es.
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En el tren, camino de Santiago.
Encima de la mesa el cuaderno de notas, la estilográfica y los diarios de Jünger.
Ni siquiera me hace falta tocarlos, soy libre.
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Ni el tiempo ni la enfermedad me pueden privar de escribir. Mientras sea, escribiré.
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Paseo por la Ciudad Vieja abandonado a recuerdos dolorosos con los que convivo a diario y que no me dejan. Pero uno se obstina en pensar que pasaron en el tiempo y que por lo tanto será él quién algún día los convierta en arena que puede sacudirse.
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En el mismo animal conviven el miedo a morir y el alivio de tener que hacerlo.
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Algún día habrá que abandonar lo que nunca fue nuestro.
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Envejezco: también yo moriré cuando llegue el momento.
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Podemos esperar el mismo consuelo que la madera en el fuego.
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A oscuras y en silencio acaricio con los dedos las patitas de mi gata.
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En el fondo tendría que ser tan sencillo asumir con naturalidad que los lerdos son multitud y que hay que convivir con ellos a diario.
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Mi duración se agota
aunque tú no sepas
lo que te amé.
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Cuando el que escribe ya no puede ser herido...
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Llegará un día en que seré un viejecito dedicado a escribir palabras mejor escritas que éstas.
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No hay nada más bello que un viejo paseando por la calle con la muerte dentro.
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Navego por un río de agua podrida,
algo me dice que me ahogaré en él.
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La lluvia golpea con fuerza la calle.
Abro la ventana para escuchar el murmullo del agua.
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Esa rigurosa desnudez ante la muerte, esa monomaníaca insistencia de levantar acta de  mi destrucción.                      
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Es razonable que la auto compasión se cuele a medida que envejecemos, pero esa es una de las vigilancias más estrechas que tenemos que llevar a cabo.
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Analizo
la cuestión
sin patetismo:
si no pudiese escribir
me mataría.
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El espectáculo en conjunto es desalentador y fomenta ideas violentas en el espectador más sensato.
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Espero que un día, cansado de escribir lo mismo una y otra vez, acepte que yo también me tengo que morir y deje de romper los huevos.
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No tengo ganas de abandonarme a nada de lo que hablan los poetas ni de recordar. No disfruto de la plenitud de ningún instante, al contrario, no tengo un minuto de paz.
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Breve es el brillo del animal desamparado.
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Un leve latido y morir.
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Cada día que pasa me mata. Pero es algo tan vano, en realidad, que carece de importancia.
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El esperma que recubría la cara de la muchacha estaba helado. Lo que hacía suponer que la felación y su desenlace acontecieron en Groenlandia.
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El sol entra a chorros por la ventana inundándolo todo de claridad.
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El instante pesa poco en comparación a una línea leída o escrita.
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Cuando pienso en todo lo que me queda por delante me entran ganas de sentarme frente al mar y no levantarme más.
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Desaparezco, inmóvil en la noche.
Nadie sabrá jamás
cuánto te amé.
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A partir de ahora, declino cualquier responsabilidad de llegar a ser algo.
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Constato y escribo.
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La felicidad es el olvido de la química orgánica.
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Un trozo de espacio justifica un lugar entero. Así la plaza de la Libertad, en Ciudadela, en dónde estoy sentado, justifica Menorca. Yerma en el centro y destruida en la costa.
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Siempre que la vida se me presenta como espectáculo me encuentro sentado.
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Lo bueno de sentirse decrépito a los 33 años es que uno se siente muy a gusto en este cementerio de elefantes que es el hotel.
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Sentado en un trozo de espacio agradable leo a Matsuo Basho. Envenenado de tiempo admiro el mar.
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El creyente se humilla para tener amparo, el no creyente se humilla ante su desamparo.
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El amor a diario: pararse a regar la flor plantada en la mierda.
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Hemos tenido que aprender a estar orgullosos de lo horrible.
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En menos de un mes una desconocida ha pasado a ocupar el centro de mi vida.



  

sábado, 12 de febrero de 2011

Pues claro que el infierno son los otros

Después de saber que te mueres, tic tac tic tac, la siguiente indecencia es el prójimo.

Lo normal sería que la vida fuera suficiente para los vivos.  Michel Houellebecq

martes, 8 de febrero de 2011

Buen humor. Tentación de pasear por el parque bajo la lluvia como las personas con vitalidad. Qué raro.